La decisión de los gobiernos europeos de avalar con un billón de euros a la banca, sector causante del mayor descalabro bursátil y de la que se vislumbra como más importante crisis económica de las últimas décadas, ha puesto en evidencia la servidumbre de las administraciones públicas al poder económico. Es causa justa de indignación ciudadana que quienes se han enriquecido descontroladamente en virtud de un supuesto libre mercado que han defendido a capa y espada hasta hoy, pidan ahora la intervención del Estado para salvarlos de las consecuencias de sus propios abusos especulativos, avaricia e irresponsabilidad.
La crisis financiera, y las medidas de choque adoptadas por los gobiernos de EEUU y Europa para tratar de paliarla, echan por tierra el mito de la mano invisible y del mercado autorregulado, y la premisa liberal laissez faire, laissez passer que ha sustentado las teorías que propugnaban la desregulación total de la economía. Ideas por cierto que se estaban imponiendo con fuerza en el seno de la Unión Europea.
El temor a que el estallido de esta gran burbuja especulativa se traslade a la economía real –la productiva y familiar- es una posibilidad auténtica, que ha llevado a muchos gobiernos a tomar decisiones contrarias a su credo político, que justifican dotándolas de un carácter de excepcionalidad, al igual que a la situación en sí. Esto no es del todo cierto; anteriormente otros países han padecido crisis de similar naturaleza (en México, en Argentina...etc). Pero ocurre que ahora es Occidente la que sufre en carne propia la vulnerabilidad y las contradicciones de un capitalismo que hasta ahora reservaba su versión más salvaje a otras latitudes. No en vano una de las primeras medidas públicas ha sido garantizar los depósitos privados, a fin de evitar que la extensión del miedo, unido a la falta de liquidez, diera lugar a fenómenos como el del ‘corralito’.
La respiración asistida practicada por las instituciones públicas a la banca no se ha limitado a la inyección de fondos ‘para restaurar la confianza de los mercados’, sino también al ‘rescate’ de entidades crediticias en quiebra, mediante la compra de sus acciones. En consecuencia, en semanas varios gobiernos –algunos acérrimos detractores de toda intervención estatal- se han convertido en principales accionistas de entidades financieras de su país. El británico por ejemplo es ya propietario mayoritario de dos grandes bancos, y tiene el 40% de un tercero. Incluso Bush ha anunciado que destinará 182.000 millones de euros a adquirir acciones de entidades en riesgo.
Una nacionalización de la banca en toda regla. ¿Pero con qué fin? Podríamos pensar que el de ejercer un control político sobre la irresponsable gestión y prácticas erróneas que han puesto a los países en situación sumamente delicada. Ya antes de contemplar la posibilidad del rescate en su paquete de medidas, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, a través del ministro de Economía, Pedro Solbes, advirtió de que “no es tarea del gobierno decirle a la banca cómo deben gestionar sus tareas (…)”. Por de pronto, el Ejecutivo británico ya ha aclarado que la nacionalización es una medida provisional, lo que significa que se va a emplear el dinero público en sanear el lamentable estado financiero de las entidades, tras lo cual su propiedad será devuelta a la iniciativa privada.
La ciudadanía observa atónita cómo la obligación política de exigir cuentas a los responsables del desastre colectivo queda desdibujada ante la urgencia y la prioridad de evitar males mayores y ante la presión por salvar el sistema en sí. Contempla cómo, por ejemplo, bajo el argumento de amortiguar las consecuencias, las instituciones públicas parecen premiar, y con ello reforzar, unas actuaciones que deberían ser constitutivas de delito, y estar severamente penalizadas.
La gravedad de lo ocurrido, y su impacto económico, político y social, exige a los representantes públicos una profunda reflexión sobre el sistema; no sólo en torno a la necesidad de instituir un nuevo orden financiero, como ya se ha anunciado, sino sobre el propio papel de las administraciones públicas en el funcionamiento de la economía.
Los sucesos actuales demuestran que, en las últimas décadas, paralelamente a la pérdida continuada de peso específico del Estado en sectores económicos que durante años se habían considerado estratégicos para el desarrollo de un país y su ciudadanía, se ha producido un incremento de su supeditación al poder económico y una traslación del centro de decisiones en esta materia desde el Parlamento a otros centros de poder, ajenos al control ciudadano. Una tendencia que, en Navarra, se ve cualitativamente agravada por la actitud excluyente del Gobierno de la derecha, que sistemáticamente niega información y participación en sus decisiones a la oposición, y a un tercio de la representación sindical navarra.
El encumbramiento sin matices de la ideología económica liberal en Europa, y por parte de la mayoría de sus gobiernos, ha llevado primero, a privatizar gran parte de las empresas públicas en sectores estratégicos, sobre todo las rentables (proceso que en el Estado español llevó adelante casi en exclusiva el PSOE); más tarde, a que los gobiernos renuncien a la posibilidad de participación pública en empresas con proyección de futuro (en Navarra el Gobierno de UPN vendió su participación en EHN, perdiendo capacidad de incidir en la estrategia de esta importante empresa, y en cambio invirtió dinero público en acciones de Iberdrola para especular en bolsa). De forma paralela, ha conllevado la aprobación de medidas de flexibilización laboral (recordemos la contestada reforma laboral del Gobierno de Aznar) que han supuesto un paulatino retroceso en los derechos sociales y laborales. No es casualidad que este diciembre el Parlamento Europeo vaya a debatir la posibilidad de ampliar la jornada laboral de los trabajadores y trabajadoras a las 65 horas, retroceso sin precedentes en el continente desde la Revolución Industrial.
Desde el ámbito progresista, quienes abogamos por un desarrollo económico sostenible y defendemos la justifica social como objetivo de las políticas públicas, sólo tenemos una fórmula para afrontar una crisis de esta envergadura: desde un análisis serio y profundo de sus causas, para revisar y corregir los planteamientos que nos han llevado a este desastre, con vocación de futuro, y desde el compromiso de construir una sociedad más democrática y equilibrada. Y sin exclusiones. Tal vez hayan sido inevitables las medidas de urgencia adoptadas ante un contexto tan inestable y peligroso para toda la economía que, de no arbitrarse, las consecuencias hubieran sido más funestas. Pero no basta ‘parar el golpe’. Es hora de arrimar el hombro para cambiar la forma de actuar en política y economía, y construir un nuevo orden desde parámetros nuevos.