Por Juan Carlos Longás García
2010-12-17
El final de la legislatura, como era de prever, está impregnado de ese aire entre melancólico y decadente que suele caracterizar los traspasos de caudillaje: mientras el saliente se empeña en dejar claro continuamente que sigue mandando, la aspirante pretende dar a entender que las cosas han cambiado, y seguirán cambiando, aun a costa de enmendar la plana a su mentor: necesita demostrar y consolidar su aún incipiente poder. Los cortesanos, por su parte, se esmeran en captar las variaciones en los delicados equilibrios del poder y se van deslizando hacia el nuevo sol, procurando no quedar con las posaderas al aire ni herir innecesariamente a quien, desprovisto ya del dedo munificente, poco tiene que ofrecer. Agazapado en las sombras, algún heredero despechado habrá (siempre los hay), tejiendo apoyos, evaluando riesgos y esperando acontecimientos.
Pero personas y talantes aparte, las organizaciones suelen tener instinto de supervivencia, especialmente cuando amalgaman intereses tan poderosos, y todos se aprestan a la batalla electoral, exhibiendo esos logros, esas hazañas de gobierno que, dirán, han conseguido que seamos lo que somos. Asistiremos a la consabida, espasmódica y cuatrienal orgía de inauguraciones de obras sospechosamente diferidas (en esto nadie le gana a la alcaldesa Barcina) al último año de la legislatura; a la exhibición de modernidades que quieren ser modernizaciones pero que a menudo no pasan de caspa sofisticada (y cara, muy cara), en la que estridencia, desmesura y derroche se unen en una trinidad casi perfecta.
Lo que pueda ir mal en Navarra (recuérdese que no hace tanto el consejero Roig nos prometía el pleno empleo al cuadrado) es por causa de una crisis global. El mal de muchos que actúa como parachoques infalible y excusa perfecta (eso sí, cuando las cosas van bien, siempre es por méritos propios). Y cuando esto no parece suficiente, se apela a la verdadera crisis, la de valores, de los cuales es UPN, al parecer, portador eterno. Así, de una forma u otra, la globalización, cualquiera que sea el significado concreto y los matices que queramos añadir al concepto, es la gran excusa exhibida, y esgrimida, es el artilugio que nos permite justificar lo que va mal o lo que se quiere hacer pero avergüenza reconocer. Entre otras cosas, la globalización se ha utilizado como excusa para reducir impuestos a las rentas más altas y a las más volátiles, esto es, las rentas del capital, incrementando, ahí donde el sistema público era ya de por sí débil, la fragilidad del sistema de prestaciones sociales, con las consecuencias que se han podido apreciar desde el mismo momento en que estalló la actual crisis. También ha sido la globalización baluarte eficaz para prevenir mejoras salariales o para justificar reformas laborales y, en general, relajamientos de derechos a favor del mercado. Se agita para ello el fantasma de la deslocalización.
Efectivamente, hay deslocalizaciones. Las ha habido siempre, porque es inherente a la naturaleza de los procesos económicos. La literatura admite como causas más comunes las diferencias salariales o la búsqueda de legislaciones laborales, sociales o ambientales más laxas. Pero esa deslocalización no es necesariamente negativa. Todo depende de la solidez del tejido económico y de las políticas que se apliquen. Sin embargo, en Navarra hemos visto en los últimos tiempos algunos casos de deslocalización mucho más preocupantes, por su impacto cualitativo. Me centraré en cuatro.
Deslocalización tecnológica, perpetrada con la venta de EHN. Las razones aportadas fueron de escaso fuste; si había otras quizá no eran confesables. Para colmo, el producto de aquella venta se utilizó para especular en Bolsa y servir a intereses políticos espurios. Y por cierto, con Caja Navarra de por medio, protagonizando jugosas operaciones y haciendo caja: otra constante de los últimos años de Gobierno de Sanz, la obsesión por generar liquidez a la Banca Cívica a costa de recursos públicos.
Deslocalización cultural: la más que evidente desidia de la Administración de UPN (foral y municipal: Barcina y su capitalidad cultural) en la gestión del asunto de la colección Huarte Beaumont culminó, como es bien sabido, en la cesión de la misma a la Universidad del Opus Dei. La negligencia es censurable siempre, pero resulta sospechosa cuando beneficia a los amigos.
Deslocalización de infraestructuras: la Autovía del Camino. Otro de los méritos de UPN es haber incrementado sustancialmente el endeudamiento de Navarra haciendo trampa y ocultándolo en los balances mediante el recurso al peaje en la sombra. Este procedimiento encarece considerablemente el producto final, frente a otras formas más ortodoxas de financiación. En el caso de la mencionada autovía, el encarecimiento aludido se agrava a causa de maniobras poco explicadas, alguna de las cuales ya censuró la Cámara de Comptos: doble contabilización del IPC, premios por finalización adelantada, sospecha de subestimación de aforos para incrementar de hecho el retorno financiero (y, por tanto, el nivel de endeudamiento efectivo de la Hacienda de Navarra). Y todo para terminar vendiendo la obra a un banco alemán. Excelente. Y, para variar, la Banca Cívica en medio haciendo caja.
Deslocalización financiera. Con la misma opacidad que ha caracterizado las operaciones ya descritas, nos volvemos a encontrar con la virtual desaparición de la única entidad financiera propiamente navarra y su dilución en un ente extraño, de composición variable y suspirando por un tiburón financiero especializado en bancos en crisis. Mediando, además, un suspenso en las pruebas de esfuerzo. Toda una proeza para una entidad que solía alardear de su solidez financiera y su prudentísima gestión. No cuadra.
¿Por qué denominar deslocalizaciones a estas operaciones? La razón es bien sencilla: porque en todos los casos suponen una pérdida de capacidad de decisión propia a favor de centros localizados fuera. Y, en este mundo de comunicaciones instantáneas, donde la información y el conocimiento no se desplazan sino que se difunden, donde la capacidad para competir está íntimamente ligada a la capacidad para decidir, traspasar ésta al exterior es de por sí una pérdida sustancial, agravada por afectar a ámbitos particularmente sensibles todos ellos: tecnología, infraestructuras, cultura y finanzas. ¿Quién da más?
Como suele ocurrir en estos casos, el lehendakari Sanz aspirará seguramente a pasar a la historia con más halagüeños títulos; yo propondría uno que hace justicia a algunos de sus más llamativos méritos: Sanz el deslocalizador.